Época: Barroco Español
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1699

Antecedente:
La producción de Juan Martínez Montañés

(C) María Teresa Dabrio González



Comentario

Generalmente se tiende a dividir la producción de Juan Martínez Montañés en varias etapas, que van desde la primera formación granadina y el establecimiento en Sevilla, hasta el periodo final, pasando por la etapa de plenitud. En estos periodos queda englobada la abundante producción del artista, tanto de retablos cuanto de figuras exentas y en relieve, realizadas a lo largo de su dilatada existencia. Aunque el maestro supo crear sus propios diseños, en ocasiones hizo también retablos trazados por otros artistas, siendo la más completa de sus colaboraciones en este campo la que tuvo lugar con Juan de Oviedo y de la Bandera.
Los retablos trazados por él responden a tipologías diversas que, no obstante, presentan ciertos rasgos comunes, entre los que descuellan el conocimiento cabal de la preceptiva italiana y la armonía entre las partes componentes, esto es, la arquitectura, la escultura y la pintura. Hernández Díaz ha clasificado estas obras de acuerdo a tres tipologías fundamentales: retablos de composición plural, retablos de estética bajorrenacentista y retablos tabernáculos. A la primera categoría corresponden básicamente los retablos mayores; estas grandes máquinas suelen tener esquemas tripartitos, con columnas de fuste estriado y huecos para las imágenes, que unas veces se alojan en hornacinas y otras se disponen como relieves en registros adintelados. Los segundos componen un gran arco que sirve de enmarque al propio retablo, mientras que en el último apartado se engloban todas aquellas piezas compuestas por una caja central en la que se aloja una escultura, con columnas laterales y ático como remate. En todos ellos se emplea un variado repertorio ornamental compuesto por cartelas, guirnaldas, figuras recostadas, etc.

De los retablos que el maestro realizara en sus comienzos nada nos ha llegado; el primero conservado es el de la Capilla de San Onofre (1605); pero la verdadera dimensión del artista la encontramos en el retablo mayor del Monasterio de San Isidoro del Campo, cuya ejecución ocupó al maestro desde 1609 a 1613; su arquitectura, que se muestra deudora de los esquemas palladianos y en la que recurre al uso de un doble orden de columnas, diferenciados por los fustes, consta de banco, dos cuerpos y ático, con las entrecalles ocupadas por registros rectangulares en los que se ven relieves alusivos a la vida de Cristo, ocupando el ático un relieve de la Asunción, en tanto que las tallas de San Jerónimo y San Isidoro ocupan la calle central.

De estos relieves, los de la Natividad y la Epifanía están considerados con toda justicia como los mejores salidos de sus gubias. Ambos destacan por el equilibrio compositivo, la belleza de las figuras y el profundo sentido sacro que inunda la escena; es asimismo digna de mención la figura de San José, ajustado a los modelos masculinos del maestro y plenamente acorde con la nueva iconografía surgida en los comienzos del siglo, según la cual se presenta al Patriarca como hombre en plenitud.

La imagen del titular es un magnífico estudio del natural suficiente por sí sola para dar fama a su creador; Montañés, que ya había tratado el tema en el retablo de Llerena, reelabora el que hiciera en barro Torrigiano en el primer tercio del sigloXVI, ofreciéndonos un impresionante desnudo minuciosamente tratado en el que se acusa con intenso verismo el rigor de las privaciones y la vida penitente, sublimado todo por la fuerza espiritual que deja traslucir la expresión del rostro.

El retablo mayor del convento de franciscanas de Santa Clara se llevó a cabo entre 1621 y 1626, con planta ochavada para mejor adecuarse al ábside del templo; presenta un esquema de calles y entrecalles separadas por ejes columnarios de estrías helicoidales que cobijan registros para relieves y hornacinas para imágenes. Todos los elementos habituales en el lenguaje formal del maestro alcalaíno se hallan presentes en esta obra: guirnaldas, mazos frutales, figuras infantiles, alternan con segmentos de frontón, gallones, dados de entablamento y cartelas, componiendo una de las obras más personales de Martínez Montañés, en la que se aúnan de manera admirable los resabios manieristas con las audacias barrocas. La calle central sufrió una profunda reforma en el siglo XVIII, tal como lo evidencia la presencia de estípites para enmarcar los huecos. Por lo que se refiere a las figuras, son de excepcional calidad los relieves alusivos a la titular, que destacan por lo armónico de su composición.

El Retablo Mayor de San Miguel de Jerez de la Frontera tuvo una azarosa historia: estaba acabado en su arquitectura para 1627, pero los relieves y esculturas que lo adornan todavía no se habían terminado en 1643; se consideran del maestro los que representan la Caída de los Angeles, la Transfiguración y la Ascensión, interviniendo en la realización de los restantes otros maestros. A la claridad compositiva que preside la estructura arquitectónica de la obra, se une la suprema belleza de los desnudos del relieve central, en el que Martínez Montañés nos ha dejado una de las más bellas representaciones del ángel caído.

Del retablo bajorrenacentista se ofrece un bello ejemplo en la pieza que el maestro realizara en dos etapas, la primera en 1610 y la segunda hacia 1620, para el convento sevillano de Santa María del Socorro, que desde 1972 se encuentra ubicado en la iglesia de la Anunciación; dedicado a San Juan Bautista, ocupa la hornacina de la calle central un espléndido relieve con la escena del Bautismo, que se rodea a su vez de cuatro relieves de menor tamaño alusivos a la vida del Precursor; el ático muestra tres cajas rectangulares con el Nacimiento del santo en el espacio central. El marco externo, dispuesto a manera de arco de triunfo, lo configuran lienzos pintados por Juan de Uceda, coronándose todo el conjunto con un edículo que cobija el relieve de la Visitación.

Dentro de este grupo constituyen caso aparte las máquinas que entre 1621-1622 y 1632-33 realiza el maestro de Alcalá para el convento sevillano de San Leandro, dedicados a los Santos Juanes, cuyo diseño oscila entre el tipo portada y el de los grandes retablos mayores. Ambos deben su traza a Juan de Oviedo y en ellos se aúnan de manera exquisita el lenguaje tardomanierista que define el quehacer de Oviedo con los motivos ornamentales de gran belleza plástica característicos de Montañés. Uno y otro se hallan embutidos en un arcosolio y responden a una traza similar pero no idéntica, en la que la arquitectura se convierte en el marco perfecto para las imágenes escultóricas que lo adornan, cuidándose con especial énfasis la calle central, donde se ha situado a los titulares en el primer cuerpo, y en la zona superior el Bautismo de Cristo y la Virgen con el Niño, respectivamente; digno de destacarse es el hermoso relieve con la cabeza del Santo que adorna el frontón del primer cuerpo del retablo del Bautista, paradigma de la belleza serena y elegante que muestran las cabezas masculinas del maestro.

El tercer conjunto dentro de la retablística montañesina lo constituyen los retablos tabernáculos; aunque muchos de los concertados por el maestro se han perdido, todavía es posible analizar sus esquemas en los ejemplos que han llegado a nuestros días. El más temprano es el del convento de Santa Isabel, con espacio central cuadrado, pues en origen albergó una composición pictórica y hoy acoge al Cristo de la Misericordia de Juan de Mesa. El convento de Santa Clara de Sevilla guarda cuatro espléndidas muestras de esta tipología que se consideran asimismo obra montañesina, a pesar de no estar documentadas, y para los cuales se ha establecido como cronología entre 1622 y 1626; son piezas idénticas dos a dos, destinadas a albergar las imágenes de los Santos Juanes, la Inmaculada y San Francisco de Asís, estas dos consideradas obras seguras del maestro, en tanto que los áticos presentan relieves alusivos realizados por otros colaboradores como Francisco de Ocampo.

Dentro de este grupo hay que incluir también el encargo que en los años finales de la década de los veinte aceptará Juan Martínez Montañés para realizar un retablo con destino a la capilla de los Alabastros de la Catedral hispalense, dedicado a la Purísima y financiado por doña Jerónima de Zamudío, viuda del jurado Francisco Gutiérrez. Obra de lenta ejecución, que se quiso exclusiva del artífice, muestra un esquema algo diferente con respecto a los otros retablos tabernáculos, debido a las peculiaridades del emplazamiento, que obligaron a rellenar con figuras y medias figuras los espacios que flanquean la hornacina central, sirviendo de enmarque a la bellísima talla de la Inmaculada, conocida popularmente como la Cieguecita, una de las más perfectas creaciones de esta iconografía en la escultura sevillana del Seiscientos.